Puerto Mestanza: la bala militar que asesinó a un niño y nadie sancionó

Fotos Luis Argüello / PlanV y archivo familiar

La ranchera llega y sale de Puerto Mestanza vacía. Ese recinto es el último pueblo de su trayecto desde Lago Agrio, la capital de la provincia de Sucumbíos. Es un jueves de abril y la única persona que se bajó del transporte de rayas amarillas y rojas fue una niña con su uniforme escolar. Cuando se fue, solo llevó a una señora con el cabello recogido y sandalias. A Puerto Mestanza no llega nadie, dice el chofer de abultado abdomen. Pero debe cumplir el recorrido porque en otros pueblos menos fronterizos hay más vida.

A Puerto Mestanza llegan cinco rancheras al día. Los taxistas temen ir a esa zona. Foto: Luis Argüello

Puerto Mestanza nació al borde del río San Miguel, frontera con Colombia, zona de permanente conflicto y de presencia de grupos armados ilegales y legales como los ejércitos de ambos países. Una carretera de tierra rodeada de pastizales y árboles es el acceso al lugar. Su nombre se debe a su fundador y hacendado, Víctor Mestanza, que salió del lugar después de que las fumigaciones aéreas con glifosato entre 2000 y 2007 afectaran sus plantaciones y peces.

Rubén Darío Santander tenía 16 años y estudiaba contabilidad. Los militares dijeron que fue guerrillero. Fotos: Archivo familiar

El conflicto colombiano ha golpeado a sus habitantes en todas sus dimensiones. Hoy es un pueblo al que ni los taxistas quieren ir. Han quedado 11 familias que ahora son vecinas de casas abandonadas. “Se vende este solar”, dice un rótulo con un número de celular sobre las tablas despintadas de la puerta de una gran casa de bloque que ha quedado a medio construir. En otra vivienda olvidada, el piso se sostiene de tablas que amenazan con romperse. La propaganda de un candidato a la alcaldía es el detalle más nuevo de esa construcción.

ARRIBA. Las calles de Puerto Mestanza muestran el abandono de esa población. ABAJO. La casa de los Santander Guerrón junto a la iglesia evangélica del pueblo.

Esta es una pequeña comunidad a la que le llegó el agua gracias a la gestión de su propia gente con la Organización Internacional para las Migraciones. El centro de salud más cercano está en la parroquia ecuatoriana General Farfán. O en La Dorada, en Colombia. A ambos lugares se llega por canoa porque la ranchera ingresa solo cinco veces al día. El río fronterizo es su principal vía de comunicación. Pero por allí se circula sin cámaras. Es incierto saber quién puede ir en las otras canoas y alertar la presencia de extraños. Los habitantes de Puerto Mestanza manejan muy bien esos códigos. Es una forma de convivencia que les ha permitido vivir del comercio y la agricultura con los vecinos. En Colombia, por ejemplo, compran sus víveres. Las tiendas de Puerto Mestanza están llenas de marcas colombianas. Pero al frente también tienen fincas para la agricultura. Puerto Mestanza, además, está incomunicado. La gente se sube a los árboles con sus teléfonos para coger señal. Dependerá de la suerte si logran o no hablar con sus familiares.

En el centro del pequeño caserío hay una iglesia evangélica con sus puertas siempre abiertas. A su lado está la casa de la familia Santander Guerrón. Es una de las pocas construcciones de cemento de paredes blanquísimas. Hace poco habían terminado su nueva casa, que las autoridades les construyeron tras la tragedia de 2011 cuando esta familia, por primera vez, sintió el peso de un Estado.

La bala militar por la que nadie responde

El 11 de agosto de 2011, dos embarcaciones militares ecuatorianas circularon por el río San Miguel a la altura de Puerto Mestanza. Según el parte, la patrulla militar detectó que en el lado colombiano había tanques para transportar ilícitamente gasolina y se acercaron a la orilla del país vecino. Entonces les dispararon desde el lado colombiano y los militares ecuatorianos respondieron con fuego. De ese enfrentamiento salieron disparos que impactaron en árboles, casas y en la iglesia evangélica de la comunidad. Una de esas balas atravesó las paredes de madera de una de las casas y mató de contado a Rubén Darío, hijo de Karen Guerrón y Samuel Santander.

Karen Guerrón, de 40 años, indica uno de los árboles que fue impactado por las balas militares. Fotos: Luis Argüello

Rubén Darío se encontraba junto a otros dos amigos viendo televisión en la sala de la casa de un vecino del sector. Los menores intentaron esconderse debajo de la cama, pero el adolescente de 16 años no alcanzó. Sus padres lo recuerdan como un buen estudiante y con habilidades para debatir. Prefería dar lecciones orales y no le gustaba escribir, porque decía— todo lo tenía en la cabeza. Su sueño era comprar un solar alejado de la frontera. “Para que no vivas acá papá”, le contó una vez sus planes a Samuel. Cursaba contabilidad en el Colegio Técnico Segundo Orellana, en Lago Agrio. Por eso el día que pasó la balacera, estaba de vacaciones con sus padres. Había llegado al pueblo apenas un día antes. Murió puesto sus botas y con una camiseta negra porque horas antes había acompañado a su padre en la finca. Era el primer hijo de los Santander Guerrón, quienes viven del cultivo de cacao y verde. Rubén Darío ayudaba en las vacaciones en la agricultura. Quería estudiar Turismo en la Universidad.

Plan V entrevistó en el 2013 a los padres del adolescente. En ese entonces, las investigaciones, a dos años de la tragedia, seguía en indagación previa. En esa entrevista aparecen aún en su casa de madera. Las mismas tablas les servían para colgar sus utensilios. Karen aún vestía de negro. En esa conversación, narraron que el expresidente Rafael Correa se había comprometido con ellos en investigar el caso y les ofreció una casa. Solo se concretó lo último. “Pero es totalmente aparte del juicio que llevamos, no es para callarnos, eso es mentira”, aclararon los padres. Seis años después de esa entrevista, Plan V volvió a esta zona donde la impunidad es cotidiana.

La autopsia del joven, reportó la Cedhu, confirmó que se trató de una bala que salió de un fusil. Testimonios de la época recogidos por informes de organizaciones relataban que el Ejército Ecuatoriano disparó de forma “indiscriminada” contra la población que se resguardó en solares, casas o establecimientos. Afirmaron que el tiroteo duró aproximadamente 15 minutos. En un comunicado, el Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas de Ecuador dijo que la patrulla militar fue “sorpresivamente atacada, desde el lado colombiano, con ametralladoras, fusiles y granadas”.

 

Jorge Acero en su  investigación “Mecanismos de impunidad sobre graves violaciones de derechos humanos en la Frontera Norte de Ecuador”, para la maestría de DDHH de la Universidad Andina, detalla los obstáculos que ha tenido la Fiscalía para investigar el caso, sobre todo por parte del Ministerio de Defensa. En su revisión de la indagación previa que se encuentra en la Fiscalía de Sucumbíos halló pedidos de los nombres de los militares que participaron en el operativo, lo cual fue negado. Defensa respondió que esta información está protegida por la Ley de Seguridad Pública. Un soldado que resultó herido en esa acción se negó a hablar porque dijo se trataba de información reservada.

Acero es el abogado de la familia y fue el representante de la Defensoría del Pueblo hasta abril pasado. Recuerda que una de las piezas claves de las investigaciones fueron los testimonios de cinco personas de la comunidad. Todos coincidieron en que las balas salieron de una de las dos lanchas del Ejército ecuatoriano, específicamente de la que estaba en la mitad del río, que al girar sobre sí misma disparó hacia Ecuador. Entre las pericias que se hicieron estuvo un informe balístico de trayectoria. Los agentes que lo hicieron informaron que la bala salió del centro del río. Cuando la Fiscalía pidió ampliación de esta pericia, el Ejército se negó en dos ocasiones a colaborar con la seguridad para practicar esa prueba, refiere el abogado.

El primer fiscal que estuvo a cargo del caso solicitó al juez a los dos años el archivo. Dijo que no podía continuar con la investigación por las negativas del Ministerio de Defensa. El juez negó el archivo y las investigaciones pasaron a otro fiscal. Pero en opinión de Acero, no existe un avance que permita pensar que a corto o largo plazo se puedan esclarecer los hechos.

El de Rubén Darío no es el único. En 2010 se registró otro hecho. Tres civiles fueron acribillados también el río San Miguel. Los familiares de las víctimas denunciaron al Ejército. Pero no hubo investigación. Según Acero, entre 2011 y 2014 a la oficina de DDHH de la Federación de Mujeres de Sucumbíos se presentaron varias denuncias contra el Ejército por torturas, desapariciones y detenciones ilegales. Esas acusaciones fueron presentadas a la Defensoría del Pueblo, que no confirmó los hechos. “La única presencia del Estado en la frontera ha sido el Ejército con la que se relacionan las comunidades de frontera.  No hay desarrollo y hay grandes carencias en educación y salud. Hasta el momento no se conocen esos planes de desarrollo”, cuestiona el experto. En los últimos años, el posconflicto colombiano sigue impactando en la zona y eso está causando graves violaciones, agrega.

Karen Guerrón dice que los han dejado olvidados. Pero no le faltan fuerzas para seguir reclamando justicia por la muerte de su hijo que un día soñó con sacarla de esa frontera hostil.

Karen Guerrón. “Me sacaron como a un perro”

Vive 18 años en Puerto Mestanza, ama de casa y agricultora

Nosotros estábamos en unas manualidades con la Federación de Mujeres de Sucumbíos, incluso estaba mi hijo. Él dijo: ‘ya vengo mami, voy acá al frente’. Cruzó la calle para ir donde la vecina. Cuando de pronto escuchamos a las pirañas, así las llaman a las lanchas que vienen con el Ejército. Nosotros todo el tiempo vemos que pasan, pero nunca nos percatamos lo que iba a suceder. Cuando escuchamos una balacera, un tiroteo bastante fuerte. Mi hijo estaba en una casa de madera, pero nunca me imaginé que le iba a llegar una bala. Eso fue un 11 de agosto de 2011, a las 11:45. Fue una tragedia de parte del Estado, lo único que dijeron es que habían matado a un subversivo. Entonces yo recogí todos los carnets de estudiante que tuvo mi hijo durante cinco años y les mostré. No era ningún subversivo. Yo lo había traído un día antes a Puerto Mestanza porque estaba de vacaciones. Le dije: ‘vamos para abajo (Rubén Darío estudiaba en Lago Agrio), a la finca para que estés con tus padres’.

Cuando se escuchó la balacera, primero nos defendimos los que estábamos allí porque había niños y mi hija que estaba conmigo. Todos corrían por un lado y por otro. Cuando cesó la balacera, escuché a una chica que estaba con mi hijo en la casa de la vecina. Ella se cogió la barriga y gritó: ‘mataron a mi amigo’. Pero nunca me imaginé que era mi hijo. Fuimos corriendo. Cuando entré miré a mi hijo tendido en medio de dos camas. La niña lloraba.

El disparo vino del río, de las lanchas porque tiene una metra (metralleta). Ellos soltaron eso y comenzaron a echar bala. Hubiera visto eso, era como tirar un poco de piedras. Había una niña en la orilla del río, ella dijo que vio que eran los de la lancha. En las casas, en las paredes, quedaron las huellas de las balas. Es la primera vez que nos pasó este tipo de casos.

Como madre, yo luché. Desde el primer momento que encontré a mi hijo tendido allí, muerto, dije: ‘nadie lo toca porque voy a esperar que venga la Fiscalía’. Llamé a la Policía porque tenían que hacer algo por él. Acabaron con una vida, la de un joven. Pusimos la denuncia en la Fiscalía, las personas (del pueblo) nos acompañaron a dar declaraciones. Pero de parte del Estado, no. Ellos siempre nos pedían ampliación de las declaraciones. Pero el día que íbamos, ellos nunca estaban. Un día decían que era un capitán, no sé, que era alto, que era bajo. Pero nunca aparecieron (los militares del operativo).

Nosotros hicimos todo lo que estaba a nuestro alcance. Pero usted sabe que cuando el Estado es, callan. Tratan de callar a uno. Pero no les tengo miedo. Yo perdí lo que más quería y si me van hacer algo por decir la verdad, ahí estoy dispuesta. Como eran ellos, se quedaron callados. Después el fiscal Carlos Jiménez me mandó a llamar y me dijo que ya no seguía en el caso porque era contra el Estado, y contra el Estado no podía hacer nada. Me quiso decir que si yo seguía hablando así podía meter en problemas a la familia de él. Un año luchamos, pero no tuvimos nada. Nos pidieron que esperemos, que falta una cosa y otra. Así nos han tenido.

Un 7 de febrero de 2012 vino el presidente Rafael Correa a La Punta (parroquia General Farfán) y me metí allá. Un capitán, de apellido Moreno, que sí me distinguía, vio que yo iba a dialogar con el Presidente, y me sacó del almuerzo. Yo hablé con una asesora y me aseguró un puesto para que hable. El capitán apenas se dio cuenta, llamó al teniente Játiva Játiva y ahí mismo dijeron: ‘saquen a esa señora’. Me sacaron como a un perro. Me salí y llamé al abogado Alberto Rivadeneira y a los periodistas para contar cómo me sacaron. Ellos sabían que yo iba a decir la verdad, pero ellos querían tapar. Me pidieron que me vaya a mi casa, pero yo me quedé por ahí. Cuando llegó Correa, me lancé y le dije quién era yo. Él me dijo que yo tenía que seguir con el caso, porque era un estudiante, una vida, un muchacho. Me pidió que hable con la gobernadora, en ese tiempo era Nancy Morocho. Ahí supo más el Presidente. Porque de parte del Estado a mí me maltrataron. En el 2013 volví a hablar con él (Correa) en un gabinete que tuvo en Cascales (cantón de Sucumbíos). Ahí sí estuve en el almuerzo junto con él. Nos dijo que nos iba a ayudar. Vino (al pueblo) un abogado de parte del Estado, pero ahí se quedó todo. No se supo más.

En ese tiempo mi niña se enfermó, se puso muy mal. Se deprimió. Ella apareció con quiste en el cerebro, pero está echándole ganas. En esos tiempos, cuando venía el Ejército, me decían ‘usted no diga nada’, ‘cuide a la familia’, ‘no consigue nada’. Trataron de dar miedo y de callar. Pero yo no he hecho nada, no he matado a nadie y tampoco les tengo miedo a ustedes, les dije. Es triste saber que somos olvidados. Hay tanta cosa que sucede aquí y el Estado, nada. Somos olvidados y abandonados.  Nos dejaron solos.