Los esclavos invisibles del abacá

Fotomontaje: PlanV

RESPALDOS

Textos: Diego Cazar Baquero y Susana Morán. Fotos y audiofotos: Edu León
Fecha de publicación: 19 de febrero de 2019

 

El trabajo es un derecho y un deber social, y un derecho económico, fuente de realización personal y base de la economía. El Estado garantizará a las personas trabajadoras el pleno respeto a su dignidad, una vida decorosa, remuneraciones y retribuciones justas y el desempeño de un trabajo saludable y libremente escogido o aceptado.

Art. 33 Constitución de la República del Ecuador

Desde los ríos, donde moríamos en cuadrillas.
Desde las minas, donde moríamos en rosarios.
Desde la Muerte, donde moríamos en grano.
Regreso
¡Regresamos! ¡Pachacámac!
¡Yo soy Juan Atampam! ¡Yo, tam!
¡Yo soy Marcos Guamán! ¡Yo, tam!
¡Yo soy Roque Jadán! ¡Yo tam!
¡Comaguara, soy. Gualanlema, Quilaquilago, Caxicondor, Pumacuri, Tomayco, Chupuitaype, Guartatana, Duchinachay, Dumbay, soy.

¡Seremos! ¡Soy!

De Boletín y elegía de las mitas. César Dávila Andrade

 

Los abacaleros en Furukawa se proveen de energía con una planta eléctrica. La prenden solo por tres horas. En las madrugadas cocinan a la luz de las velas.

Alberto Valencia no existe. Ahora, cuando la tarde cae al borde de la carretera, el hombre bajito y de tez mulata empieza a calcular su edad mirando al cielo: “Yo le pongo nomás unos 45 –dice–, pero eso es imaginación mía, porque yo nunca fui preparado, estudios, nada”.

Junto a unos veinte compañeros abacaleros de la hacienda Ximena, en el kilómetro 30 de la vía Santo Domingo-Quevedo, en la costa ecuatoriana, él avienta los brazos tratando de explicar que sin documento de identidad se siente “invisible”. Una mujer a su lado exclama: “Así hay algunos en la Furukawa, sí son bastantes”. Minutos después, cuando toda la luz del día se acabe, se repartirán en los cuartos sin agua ni luz donde se arrinconan como sombras todas las noches, con sus mujeres y sus hijos.

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Desde 1963, la empresa Furukawa Plantaciones C. A. del Ecuador ha explotado fibra de abacá en los campos costeros de las provincias ecuatorianas de Esmeraldas, Santo Domingo de los Tsáchilas y Los Ríos. Furukawa —con 23 000 hectáreas de plantaciones y 32 haciendas— es la primera exportadora de esta fibra desde Ecuador hacia EEUU, Reino Unido, España, Japón y Filipinas.

Según datos registrados en la Superintendencia de Compañías, en 2017 FPC obtuvo 8’416.038,82 de dólares por concepto de exportación de abacá, además de otros 11 790,88 de dólares por “arrendamientos operativos”, es decir, por el dinero que cobra a los campesinos por vivir y trabajar en los campamentos que levantó en sus instalaciones.

Todos los campamentos son iguales: un casón con 11 habitaciones, una bodega para guardar la fibra hasta que los camiones de la empresa la recojan, una casa para el arrendatario y su familia, un tendal, un techado sobre las máquinas desfibradoras, una letrina y una cancha de fútbol que casi nadie usa porque no queda tiempo para esas cosas.

–Verá –explicaba uno de los trabajadores al adjunto de DDHH de la Defensoría del Pueblo, Francisco Hurtado–, a nosotros los trabajadores del abacá, le hacen un barracón, un canchón grande; de esa casa grande que hacen de un cuerpo, le dividen un cuarto, otro cuarto, y en cada cuarto de esos entra una familia de diez personas, ocho, cinco, tres.

–¿Cuántas camas? –se preguntaba irónica una tendalera, para continuar la explicación.

–¡Ahí tendrá que dormir como pueda! ¡Ahí no hay cama, nada! Ahí usté para vivir tiene que comprar, de su medio que gane compra su colchita, digamos.

Pero la firma –de capital japonés– dice que paga a sus 25 arrendatarios un promedio de 6 452,96 dólares cada mes. De las 32 haciendas que posee, Furukawa mantiene 25 bajo arriendo. Además, al finalizar el año fiscal 2017 reportó gastos por 8’349.341,58 y pagó impuestos al Estado ecuatoriano por apenas 110 000 dólares. Datos del Banco Central del Ecuador confirman que en 2018 Ecuador recibió 17’237.000 dólares por la exportación de abacá. O sea que, si las cifras del 2017 no variaron mucho –pues no se han registrado sus pagos del 2018–, diríamos que Furukawa exporta cerca de la mitad de todo el abacá que vende el país cada año.

El esfuerzo físico de un abacalero es gigante. Son casi 12 horas bajo el intenso sol de la zona y la lluvia. A la izquierda, un obrero tras una larga jornada. A la derecha, la mano de un abacalero con señales de cortaduras.

El gerente de la empresa y cónsul honorario de Noruega en Ecuador, Marcelo Almeida, reconoció, en una entrevista concedida a La Barra Espaciadora Plan V, que en la nómina de sus empleados constan 198 personas. De ellos, 51 cumplen con funciones administrativas y los restantes 147 son obreros de campo.

Gilberto Olaya, abacalero. De fondo, el sonido de la mortal máquina desfibradora. Montaje: Edu León

Pero esta cantidad de agricultores es insuficiente para cubrir tanta tierra sembrada. Por eso, Furukawa reconoció que implementa ciertos métodos de contratación mediante los cuales se desentiende de varias obligaciones contractuales. Lo hace para continuar produciendo abacá sin incrementar la nómina de agricultores a su cargo. Primero, bajo la figura de contrato de arrendamiento de predios rústicos, la compañía arrienda su propia tierra a contratistas campesinos que llegan —en su mayoría desde la provincia de Esmeraldas— para trabajar parcelas de plantaciones y vender el producto que sacan a la misma empresa que les arrienda tierras. Segundo, la empresa compra la fibra de abacá a sus arrendatarios. Cada contratista debe darse modos para emplear personal, para obtener herramientas, para atender su salud y la salud de sus agricultores, para comer y para dar de comer.

“Si yo tengo quince trabajadores, en seis días hago una tonelada”, explica Ángel Sánchez, uno de los 21 arrendatarios que dice tener Furukawa. Al mes, el campamento a cargo de Ángel podría cobrar 2.560 dólares que él deberá repartir a sus 15 agricultores según su trabajo. En este caso, le correspondería a cada uno 170 dólares. Pero aún faltaría descontar lo que se debe gastar en víveres, reposición de material y herramientas de trabajo, medicinas o combustible. Para cubrir estos gastos, Ángel –como todos los arrendatarios– se endeuda.

–Desde 1963 hasta acá la tecnología debe haber avanzado para mejorar los procesos del abacá –le preguntamos al gerente de Furukawa.

–No mucho, por que no se olvide que esto es manejado en el campo –responde, sentado en un sillón de su oficina, en un edificio del centro norte de Quito–; durante los 55 años que tiene de vida la compañía Furukawa, jamás ha tenido problemas serios de materia laboral, porque si ustedes ven la historia, nunca se ha dejado de pagar los sueldos, los salarios, las bonificaciones, el seguro social.

Jairo Preciado se dedica al burreo, es decir a llevar la fibra del campo a la máquina. Montaje: Edu León

De vuelta en el campo, Jairo Preciado tartamudea y guiña un ojo cuando recuerda que comenzó a trabajar en la abacalera a los 11 años. “Yo nací adentro de un campamento –cuenta, sentado sobre el lomo del mular– y hasta ahorita yo estoy sacándome el sucio en esta tontera, cargando como mula”. Ahora, Jairo tiene 30. No aprendió a leer ni a escribir, como buena parte de los abacaleros que trabajan con Furukawa. Su alfabeto es zunquear, tallear, tusear, burrear y maquinear. Ser analfabeto es otra manera de no existir.

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Producir abacá es un proceso largo. Primero es necesario distinguir la planta que está fuerte. Los zunqueros y talleros las identifican a simple vista y con el machete les quitan las hojas, las dejan solo en tallo y luego las tumban. Cada planta tumbada vale 10 centavos de dólar. Luego llega el tusero, quien se encarga de desprender las capas exteriores del tallo con un cuchillo hasta llegar a la fibra blanca que es la que vale. Cuatro tallos pelados forman un tonguillo por el que le pagarán 1 dólar. Un hombre adulto y sano puede llegar a juntar unos 25 tonguillos en una jornada de entre diez y doce horas de trabajo. Pero don José Rodríguez –otro esmeraldeño que se acerca a los sesenta años– alcanza a armar  apenas 15. Mientras despega las capas de los tallos con su cuchillo, don José se incomoda, enseguida se incorpora y se retira de un hombro la camisa para mostrar un hueso levantado sobre su clavícula derecha. Ocurrió hace dos meses. “Lo que me dieron fue 30 dólares para que me fuera a tomar una radiografía y de ahí eso ha sido todo. Así, de día, casi poco me duele el brazo, pero las noches para mí son tormento”.

Luego del tuseo viene el burreo, que consiste en cargar los tonguillos a lomo de mula para trasladarlos al campamento, donde están las máquinas desfibradoras. Por lo general, los burreros son niños y adolescentes que ganan 15 centavos por cada tongo. En la máquina, en cambio, hay casi siempre un joven fuerte o un hombre mayor con experiencia en el manejo del artefacto. Es la parte más peligrosa del proceso. Varios campesinos han perdido parte de sus dedos, se han roto las piernas o han sufrido latigazos con los filamentos de la fibra de abacá. Las máquinas desfibradoras son las mismas de cuando la empresa comenzó a funcionar, en 1963. Nadie les ha dado mantenimiento ni las ha reemplazado luego de 55 años. Por cada tonguillo desfibrado, el maquinero gana 50 centavos de dólar.

Después del maquineo, las fibras extendidas se tienden sobre un tendal construido con palos y vigas a una altura de un metro con setenta centímetros, aproximadamente. De esta parte del proceso se encargan, casi siempre, las mujeres. Adolescentes, jóvenes o ancianas, las mujeres se pasean entre los tendales respirando el polvillo de la fibra y esperan a que los camioneros de la empresa lleguen al recinto para recoger el producto y pagar al arrendatario. Ellas recibirán 15 centavos por cada tonguillo tendido.

En total, por cada tonelada de abacá, los campesinos reciben 640 dólares por parte de Furukawa. Luego, la empresa vende esa misma tonelada de fibra a alrededor de 2.700 dólares.

Las adolescentes trabajan como tendaleras, es decir las personas que cuelgan el abacá en los  galpones tipo invernaderos.

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Según un informe de la Dirección General de Registro Civil, Identificación y Cedulación (Digercic), de 61 trabajadores entrevistados el 20 de noviembre del 2018, 20 no constan en los registros oficiales; 3 de ellos son analfabetos y 8 son menores de edad. Otro informe del Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES) comprueba que al menos 8 niños trabajan en los 13 campamentos visitados por las autoridades, ubicados en haciendas entre los kilómetros 30 y 41. Ambos documentos se emitieron luego de una inspección que los ministerios de Educación, Salud, Inclusión Económica y Social, Trabajo, Interior, la Policía Nacional, la Defensoría del Pueblo y la Digercic hicieron el 20 de noviembre del 2018, a 11 campamentos de esta zona.

Según otro informe, previo a la inspección del 20 de noviembre, de 236 personas que constan en un listado elaborado por una organización de extrabajadores de Furukawa que exigen que el Estado obligue a la empresa a pagar sus liquidaciones, 70 no cuentan con registro de identidad y de ellos, 59 son niños. El informe  que el Ministerio de Salud emitió luego de la visita del 20 de noviembre registra a un niño de 11 años con epilepsia, otro con hidrocefalia, varios adultos mayores con heridas de machete, uno de ellos con tendones cortados, pacientes con hipertensión, varios obreros víctimas de accidentes laborales, todos sin atención ni tratamiento.

Susana Quiñónez, de 58 años, dio a luz a dos de sus hijos en las haciendas de la empresa. “Sabe lo que tuvimos que hacer –cuenta y la indignación son sus ojos saltones–, en una hamaca con todos los compañeros nos sacan al hombro para llevarnos a parir”. 16 años trabajó Susana en Furukawa. Sus hijos iban a la escuela parte a pie parte en una moto. Hay campamentos que están a 14 kilómetros de la carretera y de ahí hasta Patricia Pilar o Santo Domingo, las poblaciones más cercanas, es necesario tomar bus. Por eso, pocos abacaleros han logrado estudiar. Algunos se han conformado con aprender a esbozar sus nombres, otros solo imprimen su huella digital cuando deben suscribir algún documento.

En estas tierras viven y trabajan más de 300 campesinos. Aunque no existe un censo ni hay registro de ellos en los archivos de la empresa, equipos de la Defensoría del Pueblo calculan que en estos precarios recintos hay alrededor de 400 niños, personas analfabetas funcionales y analfabetas absolutas. En sucesivas visitas a las plantaciones y luego de realizar decenas de entrevistas con los obreros, los equipos periodísticos de La Barra Espaciadora Plan Vconstatamos la presencia de niños y niñas trabajadores, de madres adolescentes, personas con discapacidad adquirida por causa del trabajo en las plantaciones, adultos mayores con más de 40 años de trabajo y sin seguridad social, hay hacinamiento, contaminación de fuentes de agua y ausencia total de servicios básicos. “Salud no les podemos dar –dijo Almeida para tratar de justificarse, y enseguida intentó explicar la presencia de menores de edad en sus campamentos–, vivirán 400 niños, posiblemente, pues, oiga, pero, como le estoy diciendo, hay una estructura que se llama el contrato de arrendamiento de personas que están trabajando independientemente, que le he conversado que producen la fibra, nos venden una parte, y otra parte, varios de ellos, lo venden a terceros”.

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Patricia despertó a las cuatro de la madrugada de ese miércoles. La poca energía con la que pudo cargar su teléfono celular la noche anterior aguantó para que sonara la alarma. Su esposo, Freddy, había encendido el generador eléctrico al caer el sol, pero a las diez de la noche todo quedó a oscuras de nuevo y todos fueron a descansar.

Mientras duró la luz eléctrica, sus pequeños hijos Anthony, de 10 años; Melany, de 8 y Alexis, de 6, jugueteaban con un amigo suyo, el ‘Gordo’ Rojas, como le llaman.  Pero cuando se apagaron las luces, ellos también se empezaron a adormecer.

Patricia se levantó unos 30 o 40 minutos después de que sonara su alarma y sus hijos aún dormían. Caminó hacia su cocina –un mamotreto de 3 hornillas y estructura metálica– y puso a hervir agua y a cocinar arroz para 12 personas, a la luz de tres velas. A las cinco de la mañana, como todos los días, don Eduardo Mora, su papá, encendió su radio a pilas en su cuarto. “La vida es como la escuela –se oía a un locutor, mientras se escuchaba al fondo Hoy puede ser un gran día, de Joan Manuel Serrat–, con algunos tienes Química, con otros Física y con otros tienes Historia, ¡chévere este pensamiento!”.

En 1553, poco más de una veintena de esclavos negros, que eran transportados desde Panamá hasta Lima, naufragaron frente a las costas de la actual provincia ecuatoriana de Esmeraldas. Desde entonces, ese grupo de africanos se aferró a esa tierra verde y fértil y formó sus primeros palenques, pequeñas aldeas de negros libres. Negros cimarrones. Los cimarrones del siglo XVI lucharon por terminar con las condiciones de desigualdad que imponía la colonia, bajo el liderazgo de un exesclavo africano bautizado como Alonso de Illescas. Illescas sabía leer y escribir y por eso pudo exigir a las autoridades reconocimiento para sus nuevos poblados.

Laureano Toro ha trabajado desde joven en Furukawa. Montaje: Edu León

Cinco siglos después, Freddy Tello se sienta a la mesa donde Paty sirve platos rebosantes de arroz con maní, mortadela y patacones. Mientras mastica como si alguien quisiera arrebatarle su desayuno, Freddy garabatea su nombre y su apellido con un esfero prestado sobre un papel. Es lo único que puede escribir porque nunca fue a la escuela. Hace 23 años nació en alguno de los campamentos de Furukawa y desde el 2011 trabaja para la empresa. Ha aprendido a tusear, a chambear, a burrear y a deshijar y no tiene la menor idea de quién fue Illescas. El abacá es el trabajo que aprendió de sus mayores, también trabajadores de esta empresa japonesa. Hace un año, Freddy pudo sacar su cédula de identidad y la de dos de sus hermanos, “pagando a unos abogados como unos quinientos dólares”.

Luis Miguel también tiene 23 años y también nació en la provincia de Esmeraldas, en el cantón Muisne. Trabaja en la empresa como maquinero. “Nunca he sacado una cédula por estar aquí en la compañía –cuenta, con la boca llena de arroz–; leer no sé, no sé nada, soy analfabeto. Aquí nací y crié”, dice. Cuando termina su desayuno, se levanta, agradece a Paty y toma su lugar junto a la máquina desfibradora. Espera sacar 40 tonguillos hoy. Luis Miguel –torso  desnudo, rostro risueño–, gana unos 250 dólares al mes. Lo último que pudo comprar con sus ganancias fue una camisa y un pantalón que costaron, entre los dos, 40 dólares. El resto se fue en útiles de aseo. Tiene un hermano que trabaja también en el abacá y dos hermanas que aún viven en Muisne. “Mi rutina es laborar, procesar para alimentarme, esa es la rutina: pensar para el otro día trabajar”, dice Luis Miguel, luego enciende la máquina y se esconde detrás del humo negro y del ruido.

En otro campamento de Furukawa, a varios kilómetros de distancia, campo adentro, Daniel Pineda dice que sacó su cédula hace poco tiempo, pero cuando la muestra, un documento envejecido deja ver todavía el fondo rojo de las cédulas viejas y prueba que tiene 44 años. A Daniel le cuesta reconocer que no sabe leer ni escribir. El apellido paterno de Daniel es el de su abuelo paterno. Por el cuarto que ocupa, en el que caben apenas su cama, Furukawa le descuenta 60 dólares mensuales.

Sara –la segunda esposa de su papá– también vive en el campamento. Esta mujer de 55 años es la encargada de cocinar para los trabajadores y ayuda en el tendaleo de fibra y a veces a tusear. A su cuarto le llama “la cueva”. Ahí comparte espacio con ocho personas: dos de sus hijas, dos de sus hijos, dos nietos y su esposo. Ahí dentro de la cueva, junto a uno de los catres, prepara arroz en una cocineta a gas. La bombona divide los espacios dentro del habitáculo. “Me da miedo pero no hay cómo sacarlo más”, murmura con voz de niña. Sara no sabe cuánto recibe al finalizar cada mes. Al pie de su puerta, las gallinas, los pollos y los perros se reúnen como si quisieran competir con la bulla de la desfibradora.

IZQUIERDA. Así se seca las fibras del abacá en los campamentos. DERECHA. Los bultos de fibra son cargados en burros por su gran peso, a esta tarea la denominan burreo.

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Jacqueline y Tania tienen 20 y 30 años respectivamente. “Aquí nacimos y aquí nos criamos y seguimos aquí”, dice Jacqueline, mientras su hermana solo la mira y sonríe callada. Son las diez de la mañana y las dos están bien adentro de la plantación. Hay mosquitos zumbando y alguien a lo lejos bromea amenazando con que puede aparecer una culebra. Las dos hermanas empezaron a tusear a las seis y a esta hora han acumulado dos tonguillos. Tania nació en el tercer campamento de la hacienda que está en el kilómetro 40. Jaqueline no sabe con exactitud en cuál campamento fue alumbrada. Viven juntas en una de las plantaciones y ganan 50 dólares en promedio cada quincena. Por suerte –dicen ellas– alcanzaron a terminar la primaria. “Es que hay que dejar el estudio para trabajar porque no alcanza”, explica Tania, por fin algo animada. Fuertes y risueñas, empuñan machete y cuchillo y tusean campo adentro.

Irene Guagua tiene 41 años y 4 hijos, con los que vive ocupando dos cuartos adjuntos. En su mismo cuarto cocina para el personal de su campamento porque su esposo es arrendatario. Lo mismo hacen Paty y Sara en sus respectivos campamentos.

Hoy Irene tiene que dar de comer a entre 8 y 15 personas y después va a tendalear. Esta mañana habrá molido de plátano con huevo frito o queso. Y para el almuerzo habrá sopa de carne y arroz blanco.

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Son las diez de la noche y el motor del generador se detiene. Un sapo se escucha muy cerca, partiendo con sus chillidos de niño revoltoso el colchón de la noche de los grillos.

Amanece igual, anochece igual. Todos los días, todas las noches. Cada semana, cada quincena, cada mes. Tumbar. Tusear. Tallear. Maquinear. Tendalear. Vender. Cobrar. Gastar. Dormir. Morir. Toda la vida.

Alberto Valencia existe. Y existen Susana Quiñónez, Daniel Pineda, José Hurtado, Laureano Toro, Freddy Tello y Yirabel; José Martínez también existe y John Ballesteros y Roberto Rojas y don Elías, que existe porque afila su machete cada madrugada. Y existen Jaqueline y Tania, las hermanas fuertes que darían todo por jugar fútbol y por bailar en el pueblo. Y existen los pequeños Anthony, Melany y Alexis, y su abuelo Eduardo Mora también existe porque ha cumplido 54 años y quien cumple años existe y por eso también existe Claudio Mora para cumplir 73 este año. Y existen el viejo Walter Klinger y el pequeño glotón Luis Rojas. Mario Torres, Rigo Castillo, Andrés Torres, Darío Torres, Irene Guagua, Ramón Gilberto León; Mauricio Martini, Mauriuxi Estrada, Luis Guerrero, Joffre Chila y el quinceañero Wilmer Mosquera existen. Doña Sara, doña Delia, Armando y Gilberto Johnny que soñaba de niño con trabajar sin pensar que esto sería trabajar existen. Existen Ángel, su hija Ángela y su pequeño nieto, Angelito.

Adolfo Quiñónez creció en el campo. Tuvo sueños, pero se quedó estancado. Montaje: Edu León

Cuando aún era de día y había luz, Adolfo Quiñónez hizo una pausa en su rutina de maquinear y soltó uno que otro sollozo mirando a un niño a la distancia. “Que no sea como yo, un esclavo de esta abacalera”, dijo y le hizo un gesto al pequeño Leandro. Leandro Quiñónez. Su hijo que existe.

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La tarde del lunes 18 de febrero, Carlos Gómez de la Cruz, subsecretario de Gobernabilidad de la Secretaría de Gestión de la Política, confirmó en una entrevista telefónica la clausura de las instalaciones de Furukawa en las provincias de Los Ríos y Santo Domingo de los Tsáchilas. El ministro de Trabajo, Andrés Madero, reiteró por la misma vía los señalamientos de los informes de ocho instituciones del Estado que coinciden en reconocer las violaciones a los derechos laborales cometidas por la firma japonesa.

“Los trabajadores tienen todos sus derechos y garantías, porque esa no es una causa imputable a los trabajadores sino a la empresa –dijo Madero–, que tiene que solucionar el tema y cumplir con un ambiente laboral sano para los trabajadores, instalaciones decentes, herramientas, equipos de protección, dependiendo de la actividad que realice”.

Los trabajadores y extrabajadores de Furukawa no cuentan con otra fuente de ingresos que no sea el trabajo en los campos de abacá. Al preguntarle si los trabajadores se quedarán en las instalaciones o serán trasladados a otro lugar, Madero dijo: “Eso ya depende de los trabajadores, entiendo que hay algunos que viven allí (…) Esas instalaciones serán de propiedad de alguien y ellos tendrán que arreglar el tema. La propiedad no es materia de derechos laborales”. Marcelo Almeida, gerente de la empresa, dijo –vía telefónica– que hasta las 18:00 no le había llegado ninguna notificación. El Ministro, en cambio, aseguró que sí fue notificado.

Esas fueron las primeras reacciones del Ejecutivo después de la publicación de un primer reportaje en Revista Plan V y la Barra Espaciadora y la rueda de prensa de la Defensoría del Pueblo donde presentó un informe de 51 páginas sobre el caso Furukawa. la Defensoría visitó en tres ocasiones los campamentos de la empresa. Una de esas inspecciones la realizó el 20 de noviembre pasado junto a seis instituciones y ministerios: Educación, Inclusión Social, Registro Civil, Salud, Interior y Gestión de la Política. En el documento, la Defensoría concluye que las condiciones en las que viven los abacaleros es “una forma de servidumbre que constituye esclavitud moderna”, una  práctica prohibida por tratados internacionales y las leyes ecuatorianas. Gina Benavides, titular de esa institución, pidió al Estado que se realice un censo en esos predios para conocer con exactitud el número de afectados. Además solicitó protección para los trabajadores que han hecho las denuncias e instó a una redistribución de tierras en esa zona.