Violencia contra las niñas
Morir en su propia escuela. Quizá ese es el último pensamiento que se le puede pasar a una madre o un padre que envía a sus hijos a un centro educativo. En el abanico de peligros contra una niña o un niño, un crimen en esos establecimientos no está en el horizonte de un progenitor. Por eso Ruth Montenegro cuando supo que Valentina Cosíos, su hija de 11 años, había desaparecido el 23 de junio de 2016, buscó primero en el Conservatorio Nacional de Música a donde la niña debía ir la tarde de ese día para un ensayo. Sin ningún resultado, volvió a la escuela Global del Ecuador que estuvo en una inusual penumbra esa noche. Nadie respondió su llamado. Entonces recorrió la ruta que hacía Valentina de regreso a casa. Pudo haberse perdido, pensó. Sin señales de la niña la buscó en un edificio abandonado cercano al Conservatorio. Pudo haberse caído, fue lo siguiente que creyó. Mientras estaba en esa búsqueda, Ruth recibió una llamada de un desconocido diciéndole que Valentina estaba en la escuela. Un rayo de alegría le atravesó. Pudo haberse quedado encerrada, supuso. Pero lo que encontró la madre fue el cuerpo de su hija recostado en el piso. Cubierto e inerte.
Valentina nunca salió de la escuela, asegura su madre. A pesar del tiempo transcurrido, Ruth narra cada detalle de las últimas horas de su hija. Pero también de cada día, durante estos tres años, en busca de justicia. Primero se dijo que la niña se accidentó en los juegos infantiles. Luego que se había suicidado con su propia bufanda roja que cargaba siempre al cuello. Pero desde la primera autopsia el resultado fue otro: tenía señales de violencia física y sexual. Su caso lleva tres años en investigación previa. Es decir, no pasa de la primera etapa y no puede avanzar porque el lugar de los hechos fue alterado sin que nadie lo impidiera. Así resume Ruth la tragedia de buscar justicia en Ecuador. La única opción que tiene esta familia para destrabar las investigaciones es que la Fiscalía de paso a pericias con colaboración internacional para determinar quién fue el agresor de Valentina. Pero mientras espera, al teléfono de Ruth han llegado mensajes y llamadas con amenazas. Tuvo que salir de su casa donde nacieron y crecieron sus hijos, entre ellos Valentina.
Pero esta madre no deja de emocionarse y reír cada vez que rememora a su hija. ‘Allí está chiquitita’, ‘aquí está en el baile’, ‘acá está chupando mangos’, ‘aquí está seria porque no quería que le tome fotos’, dice al mostrar las imágenes que le ha quedado de la niña de cabello negro y largo. Este es un retrato que hace Ruth de su hija y de la vida que alguien le quitó.
La escuela Global del Ecuador estuvo en estas instalaciones. Luego del caso de Valentina fue cerrada.
La primera atril
“Valentina era muy preguntona. Los porqués de ella eran inagotables. A mí me dejaba sin respuestas. Era muy alegre. Por eso duele tanto que hayan botado lodo sobre una vida tan pura, diáfana y transparente. No habré sido la mejor madre, pero la amaba. Y ella lo sabía. “Sabía que contaba conmigo y se sentía feliz. Me abrazaba y me decía ‘me siento feliz’. Era golosa, se hacía unas tortas caseras de chocolate. A mí siempre me ha gustado cantar. Pero vi que mis hijos, desde pequeños, tenían la habilidad y el talento para el arte. A Valentina le gustaba la flauta, su hermana toca el arpa. A mi hija además le gustaba la danza. Quería seguir ambas, pero no pudo porque el horario se cruzaba. Así que optó por la música.
“Se enamoró de la flauta desde el primer momento. Ella pertenecía a la orquesta sinfónica del Conservatorio Nacional de Música. Era primera atril (la primera flauta), lo cual es un reconocimiento importante. Por eso aquella tarde tenía que ir allá, porque tenía un ensayo previo a una presentación. El lunes (tres días antes del crimen) nos quedamos hasta la medianoche escogiendo el vestido para el certamen. Así que tengo algunas fotografías con los cambios de vestidos que se hizo esa noche. Ambas con sueño, pero ella modeló los vestidos. Su favorito era uno de color violeta, aunque le quedaba un poco grande. En su último cumpleaños se puso ese vestido. También le gustaba una chompa negra, una licra y sus botas. Le gustaba el grupo Mecano.
“Ella era muy disciplinada en el estudio, solía grabarle en audio lo que ella ensaya. Le gustaba escucharse para volver a ensayar. Aprovechaba el tiempo del recreo para estudiar sus lecciones de música. A veces nos quedábamos ensayando hasta tarde y yo me quedaba dormida en su habitación. Ella seguía tocando.
Ruth Montenegro guarda con mucho cuidado la flauta traversa de Valentina. El día que apareció sin vida en la escuela, la niña tenía el instrumento en su mochila. Dedicó horas a los ensayos para el Conservatorio de Música.
“Inicialmente ensayaba con las flautas del Conservatorio, pero por el uso continuo no están en óptimas condiciones. Tratamos de estirar (la economía) lo más que pudimos para ahorrar y comprarle la flauta. Hasta el maestro de mi niña nos dijo que debíamos comprarle una porque sino su oído empezaba a distorsionar el sonido. Un sol, un la, un mi no le iban a sonar igual que en una flauta nueva. Ahorramos por meses. Cuando ya tuvimos el dinero le dimos la sorpresa en la casa. Ella subió a la habitación feliz y lo primero que hizo fue armar la flauta. Nos besó su padre y a mí. Sus ensayos duraban hasta pasada la medianoche.
“Pero nunca bajó de notas en la escuela. Era un referente para sus compañeras. Tenía calificaciones entre 9 y 10. Era solidaria. Cuando Valentina murió, su mejor amiga de la escuela, Camila, me contó muchas cosas que me llenaron. Me dijo que Valentina era muy generosa, que no se quedaba con lo que ella sabía. Era la pequeña profesora de sus compañeras. Le gustaba las ciencias sociales, las matemáticas y la historia. En eso coincidía con su padre, quien también tiene alma de maestro. Por el lado de papá tenía los cuentos y por el lado de mamá las canciones.
Valentina en una presentación con su flauta traversa. También estudiaba danza. Foto: Archivo familiar
“Desde pequeña siempre la dormía cantando. Y en las noches, cuando iba creciendo, con su hermana mayor se agarraban a conversar mucho. Ella estaba emocionada por su fiesta de 15 años. Hoy, ella estaría próxima a cumplirlos. Entonces soñaba en el vestido. Ella ya estaba programando la fiesta de su hermana mayor, Nina. A Nina no le gusta mucho los vestidos y le decía: ‘aburrida, pero ¿cómo vas a estar en tu fiesta de 15 años?’, ‘yo te voy a diseñar y hacer el vestido’. Esas fueron las conversaciones que tuvieron las dos la noche anterior a la muerte de Valentina. Mi niña que se veía en su propia fiesta. ¿Cómo alguien así puede autolesionarse?”.
Música para trastocar el dolor
“Como todo en la vida hay una contrapartida de dolor, pero también de esperanza. En el caso de mi Valentina es doloroso pensar que despierto cada mañana y no puedo mirar esa carita sonriente. Al mismo tiempo la rabia y la indignación que da la mentira. Duele ver tanta miseria humana. Se crearon tantas historias sobre mi familia y mis hijos.
“Pero también la esperanza porque yo pensé que, si mi hija era alegría, vida y fuerza, yo no podía derrumbarme. Tenía que seguir adelante por mí, por ella y por mis guaguas. ¿Para mí qué sentido tiene la muerte de Valentina, a su tan corta edad? En un homenaje a esa fiesta que era Valentina, con mi hija Nina, que toca el arpa, decidimos usar la música para mantener viva la memoria de mi niña.
“Después de su muerte empezamos a levantar el proyecto Mujer, Canto y Memoria. Son composiciones inéditas de nuestra autoría y están ligadas a este compromiso. Es una forma de trastocar este dolor. Lo que mi niña habría querido justamente es que yo no me quedara en la tristeza. Ella sabía que para mí cantar era siempre un motivo de alegría. Paradójicamente es la muerte de Valentina quien pone voz a mi voz. Todo ese silencio estuvo autoimpuesto durante años, ya sea por las tareas domésticas o por el hecho de cuando ellos empezaron su camino los apoyé a ellos, que estaban surgiendo. Pero esto fue el detonante, como si se hubiera roto un dique, para que vuelva a la música.
“Cuando murió mi niña, también pude encontrarme con otras mujeres, familiares y otras víctimas sobrevivientes. Entonces confluimos en la plataforma ‘Vivas nos queremos’. Decidimos alzar nuestros gritos. Cuando yo estaba en mi día a día ni siquiera me enteraba sobre lo que pasa, parece tan ajeno a nuestra realidad, hasta cuando nos sucede. La muerte de Valentina me pone justamente en el camino de otras personas que han vivido situaciones muy similares a la mía. Donde lo constante es la revictimización y la víctima es la responsable. Donde el Estado y las instituciones guardan silencio y hermetismo. La palabra que se repite es impunidad.
“Entonces decidimos armar la primera marcha de ‘Vivas nos queremos’, acogiéndonos también al grito latinoamericano y mundial. En mis épocas de estudiante siempre tuve esa inquietud y por eso Valentina tenía otros pensamientos, otras formas, quería estudiar, viajar, tener oportunidades. Siempre entendí que era una responsabilidad pues era el referente de mis hijos. En las escuelas no nos educan para la vida. Como mujeres no nos educan para auto valorarnos y reconocernos. Nos educan para ser siempre de los otros. Pero no para nosotras. Siempre en el papel de cuidadoras, pero ¿cuándo nos cuidamos a nosotras mismas? Esa es la responsabilidad que tengo frente a mis guaguas. Eso que ya estaba allí, pero por la maternidad había quedado allí, cuando muere Valentina vuelve con mayor sentido. Dejó de ser teoría y se convirtió en realidad y la estoy viviendo en carne propia. Creo que cada ser humano vino a esta vida a justificar la existencia que tenemos, con los medios y habilidades que tenemos. A través de la música se puede llegar a tantos otros oídos. Mi música tiene el deseo de generar conciencia y es necesario nuestro aporte para transformar el mundo en el que vivimos”.